Pasando el puerto – M. A. Macía
Me consta que varios vecinos afectados por los incendios ya han subido al monte para comprobar cómo ha quedado. Algunos, pocos todavía, han elegido los troncos que por la razón que fuera no ardieron lo suficiente y aún se mantienen en pie negros y calcinados pero erguidos. Escogen los de mayor grosor, que son mayoría entre los resistentes. Aún destilan mechones de humo porque la evolución transformó su corteza en una funda protectora que tarda en prender y tarda en apagarse. Una muralla resistente ante fueguitos pero derrumbada inútil cuando las llamas son feroces y persistentes como las pasadas. Los vecinos -previsores- eligen estos troncos porque saben que el alma central del árbol está intacta. Rumban las motosierras y en grandes tocones los bajan al pueblo. Retiran los laterales quemados, escuadrándolos. Laminan las partes sanas del tronco para obtener tablas que quedarán al sol, ventilando unos días hasta perder el tufo. Con un puñado de puntas y un martillo convertirán las tablas en arcones de diferente tamaño según su fe. Y en esos ataúdes de árbol muerto meterán los cientos de miles de euros que las administraciones han prometido entregarles en justa compensación por las pérdidas y daños. Serán su caja fuerte hasta el próximo incendio.
