Pasando el puerto – M. A. Macía
No hay peor remedio para la confusión diaria que el añadido del disfraz. La impostura textil y de maquillaje suponen una gotas extras, por si fueran necesarias, que suman enredo al torbellino anudado de cada día. Todos tenemos experiencias de confusión a la hora de -un suponer- comprar el pan, cuando en la espera paciente por la barra surge cualquier calamar que aprovecha tu quietud con sus prisas para colarse y no duda en hacer aspavientos si alguien alude a la existencia de una fila o de un turno. O, no hay más que encender la tele, para descubrir todo tipo de seres fantásticos con apariencias notables que sólo esconden vidas de cuento al filo de lo irreal. Maquillaje, a fin de cuentas, que por su uso diario se convierte en costra inamovible en la piel de quien lo usa. La situación se complica cuando, al disfraz de cada día, se le suma la careta del desfile. Los piratas pasan a ser caracoles y los superhéroes anónimos, personajes históricos en epopeyas pasadas. El disfraz, a fin de cuentas, como elemento para igualar gentes y convertir la mofa en excusa para el carnaval: quien lo usa a diario puede dejarlo en el cajón e ir de normal; quien nunca lo viste aprovecha el día para imaginar lo que pudo ser. Y que salga el sol por donde pueda.
