Enrique Ramos
“Nuestros padres, que fueron peores que nuestros abuelos, nos tuvieron a nosotros, aún más malos que ellos, y que hemos de engendrar hijos mucho más viciosos.”. Horacio. Poeta romano
Hay constantes universales en la sociología histórica y una de ellas es la aspiración de “matar al padre”, la expresión acuñada por Freud en Tótem y tabú que no es sino una reversión del mito clásico de Saturno, que devoraba a sus hijos. Una suerte de comportamiento, que también tienen algunos animales, hace que haya poderosos choques generacionales que a menudo, son tan violentos que “no pueda quedar más que uno”. Incluso antes de tiempo.
En todas las sociedades, las generaciones que llegan aspiran a ocupar el trono de la anterior. A menudo, los entronizados creen que es una aspiración prematura la de sus hijos y se aferran al mando abriéndose así lo que se podría llamar “lucha de edades”.
Un viejo lema del internacionalismo proletario clamaba: “ni guerra entre pueblos ni paz entre clases”. Pero por mucho que se empeñen algunos think tanks, refugiados en cátedras universitarias, en sacar lustre a Marx y a alguno de sus epígonos, desde Gramsci a Piketty, las teorías marxianas ardieron a finales del siglo pasado en Berlín y en Moscú y hoy muy pocos fenómenos sociales se pueden explicar en términos de la llamada lucha de clases.
Hoy la pelea, más que entre ricos y pobres, burgueses y proletarios, está entre el sur y el norte: africanos, asiáticos o americanos que quieren vivir el sueño europeo o estadounidense. El eslogan del tardosindicalismo de clase “nativa o extranjera, la misma clase obrera”, va camino de diluirse en la potencia de una leyenda de puerta de interior de retrete.
Se ha subvertido un orden social que se creía inmutable desde final del Antiguo Régimen. Un trabajador por cuenta ajena que gana 3.500 euros al mes, no se considera “clase obrera”, aunque si lo despiden, seguramente no tenga ahorros para aguantar ni medio año porque más de dos mil de esos fascinantes euros se los queda el banco a principios de mes para pagar el coche y la hipoteca. Y los que están en el escalón inmediatamente inferior, por debajo de los dos mil euros, no se creen que un ecuatoriano o un marroquí sean de su misma clase social, sobre todo, porque están dispuestos a hacer por 1.300 lo que él hace por 1.800.
En estas “nuevas grietas” entre la sociedad, está agrandándose una que es aún más terrible: la de las generaciones: el odio al extranjero, al pobre, al diferente… en definitiva a todos los que se ven como competidores, empieza a ser sustituido por el resquemor hacia los mayores sustanciado en esta frase “¿por qué un pensionista va a ganar 2.500 euros por no hacer nada y yo me mato por 1.500 para no llegar a fin de mes?”
El éxito de la gestión de este pensamiento gerontofóbico, enraizado en millones de personas activas y con un horizonte de jubilación lejano, es innegable. En un país donde las empresas grandes cada vez tienen más beneficios, y las personas que viven de su trabajo cada vez lo pasan peor, resulta que alguien nos ha convencido de que el enemigo ¡es el abuelo! Definitivamente, somos imbéciles y hemos alumbrado una generación de tales. Como en la película Django desencadenado, el capataz negro de la plantación (Samuel L. Jackson) le protesta al dueño (Leonardo di Caprio) porque un visitante, negro liberto (Jamie Foxx), llega montado en un caballo. Cuando “el amo” le pregunta si quiere él un caballo, el capataz le contesta ¿“Para qué lo quiero yo? Quiero que él no lo tenga”.
Toda esta legión de trabajadores activos, que según la propaganda de este gobierno (y los autonómicos) crece cada año en España, en lugar de unirnos y exigir que nuestros sueldos sean mejores y nos permitan vivir dignamente, estamos dispuestos a ir como hienas a la carroña a disputar la magra pensión de nuestros mayores. ¿Por qué? Pues porque no nos atrevemos a decirle al jefe que con lo que cobramos no nos llega ni para los recibos. O mejor aún, a los bancos y su sistema cleptocrático que nos sigue convenciendo de que con un plan de pensiones nos van a arreglar el futuro. Y nos lo dicen los peritos en quiebras. Y lo mejor de todo, es que nos lo creemos.
En lugar de eso y ya que la lotería no nos toca, esperamos pacientemente a que los abuelos pasen a la morada eterna y así a ver si hay suerte y heredamos un techo bajo el que cobijarnos porque en vida laboral no hemos sido capaces de juntar un montoncito para no tener que ser inquilinos.
