La cultura de la modernidad líquida ya no tiene un populacho al que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir. Zygmunt Bauman. Sociólogo y filósofo polaco
E. RAMOS CRESPO
“¡Gran oportunidad! Safari humano. El próximo domingo, a las 12 de la mañana, un puesto de tirador en la torre de la Catedral de Astorga. Podrá abatir hasta diez personas que pasen por la calle. Precio, 20.000 euros. Mil euros extra por cada abatido por encima del cupo. Incluye transporte y noche de hotel”.
Una barbaridad ¿verdad? Pues algo así debió publicitarse hace 30 años en Milán para que los aficionados al tiro pudieran acudir a puestos de francotirador protegidos en edificios altos del Bulevar Mese Selimovica de Sarajevo. Un juez italiano ha abierto un procedimiento sobre esta aberración humana de la que ya a mediados de los 90 del siglo pasado se habló tanto en Italia como en las zonas de guerra de Bosnia-Herzegovina, aunque se ve que hasta ahora la justicia no había encontrado hilo firme del que tirar.
Que haya personas que acudan a “matar gente” anónima como quien acude a una cacería de jabalíes revela hasta qué punto este mundo ya solo tiene solución a través del meteorito. Y podemos echar mano del argumentario cuñado de que la culpa de todo esto la tienen las redes sociales, los chemtrails con los que según los paranoides nos están fumigando, la trilateral o el millonario Soros. No, miren. Esto ocurrió hace 30 años cuando las redes sociales eran un ensayo e internet accesible a todo el mundo no era ni adolescente. Que un enfermo sociópata tenga la ocurrencia de ver negocio en eso y que, efectivamente, lo sea, responde a que en el ser humano, entre tanto bien, también anida mucho mal. Así, por naturaleza.
Con la noticia de la apertura del procedimiento judicial en Milán se ha oído de todo. También echar la culpa a los videojuegos. Quizás la banalización de la violencia esté en muchos de esos soportes; quizás desde niños nos acostumbramos a “matar en la pantalla”, pero si convenimos que esa pulsión está en el ser humano, seguramente el éxito de los videojuegos violentos no sea causa sino consecuencia de lo que somos. Nos entretienen porque nos permiten sublimar esos instintos y matar figuras virtuales en lugar de ir a la avenida de los Francotiradores de Sarajevo… o a u tu colegio de Estados Unidos.
Otra cosa es que, precisamente, esos soportes de “cultura popular” estén siendo un agente ideologizador a veces explícito y otras subliminal de quienes estamos viviendo en nuestras sociedades y, de una u otra manera, marcando su presente y su futuro.
Hace más de 50 años el periodista argentino Ariel Dorfman escribió un ensayo, ayudado por el semiólogo belga Armand Mattelart que tituló “Para leer al Pato Donald”. Con la técnica tan en boga en aquellos años 70 del análisis de contenido, desmenuzó cómo a través de historietas infantiles aparentemente blancas de la factoría Disney, se guionizaba un modelo de sociedad profundamente reaccionario que pretendía modelar la forma de pensar de los adultos del futuro. Desde entonces, la cosa ha seguido y quien ha pretendido influir en las sociedades futuras, ha tenido mucho cuidado en sembrar su ideología más en productos de ocio que en libros de texto. Fructifica mucho más
Hoy, en la bloqueada Rusia, se está desarrollando una poderosa industria de videoarte y juegos virtuales que en muchas ocasiones, emulan los soportes que han triunfado en occidente venidos de Estados Unidos o Japón, pero eso sí: los buenos son los míos y los villanos que hay que eliminar son los otros.
Como en un espejo, al lado, hoy Polonia es dentro de la UE la potencia más destacada en la generación de videojuegos. Quizás no sea casual que, con Hungría, sea el país punta de lanza de conservadurismo más acendrado en la Unión Europea.
Tampoco nos engañemos: trasladar la pugna bélica a espacios reglados e incruentos es viejo como el deporte o el ajedrez, que no son sino sublimaciones, vía juego, de la pelea con sangre y a muerte. De que no nos despedazásemos al menos entre nosotros, se han ido intentado hacer cargo las religiones: bajo la amenaza de un Dios, los individuos de un grupo debían someterse a una serie de normas que siempre tendían a que el grupo se conservase y acrecentase para ser más fuertes respecto del resto. A lo mejor ese desprecio por la vida del prójimo también tiene que ver con la disolución de los preceptos de la religión que, más allá de otras consideraciones, habían servido como herramienta de paz social durante generaciones en muchos sitios.



