LA ESPADA Y LA PLUMA – Ricardo Magaz
Presumir de modestia es, sin duda, la disciplina olímpica favorita de quienes necesitan un podio pero no quieren parecer demasiado ansiosos por subirse a él. Es ese delicado arte de colgarse la medalla del desinterés mientras se mira de reojo para comprobar cuántos espectadores aplauden la hazaña. Porque, claro, ¿qué mérito tiene ser humilde si nadie se entera?
La modestia real es silenciosa, pero presumir de ella exige focos, micrófonos y, si es posible, una banda sonora épica.
El practicante profesional de esta contradicción domina técnicas avanzadas: frases como “yo, la verdad, no soy el más indicado”, dichas justo antes de enumerar tres o cuatro logros “accidentales”. El objetivo no es esconder la grandeza, sino exhibirla envuelta en papel de estraza para que parezca más artesanal, más… modesta.
Presumir de humildad es también un gesto de equilibrio: hay que demostrar que se es excepcional, pero sin parecer arrogante; que se es sencillo, pero sin pasar desapercibido.
Al final, la paradoja funciona porque a todos nos gusta sentirnos especiales, incluso cuando competimos por ser quienes menos importancia se dan. Tal vez, alardear de discreción sea la forma más humana —y divertida— de reconciliar nuestro ego con la necesidad social de parecer despojados de artificio. Es la autopromoción con disfraz. ¿Verdad, vicepresidenta Yolanda Díaz?



